Foto: Estrella de Sevilla
Las luces del escenario se apagan, pero no en el sentido literal. Es casi medianoche en el viejo Teatro Colón, un lugar que huele a historia y nostalgia, donde las tablas de madera crujen con el peso de cada paso que ha dejado una huella emocional. Adentro, entre ecos de aplausos ya lejanos, los fantasmas de actores y actrices pasean, recordando sus papeles que, de alguna manera, se han quedado atrapados en ese espacio.
Hoy, el teatro parece habitar un rincón de la memoria cultural, su brillo opacado por las pantallas luminosas y las series que consumen la atención del espectador moderno. Sin embargo, para quienes aún cruzan esas puertas de madera, el teatro es un templo donde lo humano se exhibe en su forma más desnuda. Esta noche es especial; el director, un apasionado de la dramaturgia, ajusta los últimos detalles entre bastidores, su ceño fruncido delata su nerviosismo.
Los actores, jóvenes y veteranos, ensayan una última vez sus líneas. Los más inexpertos vibran de nervios, mientras los veteranos se mueven con una calma adquirida. Cuando las luces se encienden, una extraña magia envuelve el ambiente. El público —escaso pero devoto— aguarda en silencio, con esa anticipación que sólo el teatro puede generar.
La obra comienza, y las palabras que surgen de los actores ya no les pertenecen. Son de Shakespeare, de Lorca, de Beckett; son del tiempo y de la humanidad entera. Durante las próximas dos horas, el escenario se convierte en un espejo que refleja emociones profundas. Hay risas, hay lágrimas, y sobre todo, una conexión pura entre los presentes que, por un momento, dejan de ser extraños.
Al caer el telón, el aplauso no es estruendoso, pero sí sincero. Las butacas vacías no importan; el teatro ha cumplido su función una vez más. El director, ahora con una sonrisa, sabe que, aunque el público sea cada vez más pequeño, mientras haya un espectador dispuesto a sentarse en esa butaca, el teatro seguirá vivo, su resplandor nunca se extinguirá del todo.
Elaborado por: Dayanara Huamani
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