El cielo era un lienzo despejado y azul, interrumpido solo por los verdes cerros que abrazaban el pequeño poblado de San Jacinto. Allí, donde el reloj parece haberse detenido, llegó el doctor Ernesto Salazar hace tres años, cargando una mochila y un corazón dispuesto a cambiar vidas.
Rescatado de: Plan B viajero
San Jacinto, ubicado a seis horas de la ciudad más cercana, es un lugar donde las distancias son medidas en pasos y las necesidades en silencios. El único centro de salud es una casita humilde con paredes de adobe, un consultorio improvisado y una pequeña farmacia que sobrevive con donaciones. A pesar de las carencias, el pueblo respira una mezcla de resignación y esperanza.
Cada amanecer, Ernesto revisa su lista de pacientes. Doña Luisa, con su diabetes descontrolada; Pedro, el niño que llegó con fiebre alta la semana pasada, y Carmen, la anciana de mirada dulce que nunca se queja, pero cuya presión arterial siempre da pelea. El doctor sabe que su presencia no solo es vital, sino también simbólica: representa la posibilidad de atención, de alivio, de vida.
Una mañana, llegó una joven mujer cargando a su bebé en brazos. Con lágrimas contenidas, explicó que el niño llevaba días sin poder comer y apenas respiraba. Ernesto no perdió tiempo. Entre los pocos instrumentos que tenía, logró estabilizar al pequeño mientras gestionaba un traslado urgente al hospital más cercano. Esa escena, repetida tantas veces, lo recordó de nuevo: ser médico allí no es solo una profesión, es una misión de resistencia.
Pero el trabajo no termina en el consultorio. Por las tardes, Ernesto visita a los ancianos que no pueden desplazarse y da charlas comunitarias sobre higiene y prevención de enfermedades. Poco a poco, las familias han aprendido a hervir el agua antes de consumirla, a lavarse las manos con mayor frecuencia y a reconocer signos de alarma en sus niños.
Sin embargo, no todo es fácil. Ernesto enfrenta constantemente el desgaste emocional y físico. La falta de insumos, los pacientes que llegan demasiado tarde y el aislamiento le pesan como una mochila cargada de piedras. Pero en esos momentos de duda, una sonrisa agradecida, un abrazo inesperado o la mejora de un paciente son suficiente gasolina para seguir adelante.
Hoy, tres años después, el pueblo de San Jacinto no es el mismo. Aunque aún queda mucho por hacer, la salud dejó de ser una lejana aspiración para convertirse en un derecho tangible. El doctor Salazar, con su bata desgastada y su vocación intacta, ha demostrado que los latidos de la esperanza son más fuertes que cualquier adversidad.
Y así, mientras el sol se pone detrás de los cerros, el doctor revisa su lista para mañana. Otra jornada lo espera, porque la salud, en San Jacinto, ahora late con más fuerza.
Redactado por: Dayanara Huamani
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